viernes, 26 de noviembre de 2010

Uno de cornudos


En mis años mozos las peleas no eran de a todos contra todos, o de todos contra uno, no, en aquellos años las peleas eran algo así como un duelo de caballeros de películas. Bastaba con decir - “te espero a la salida”, “a la salida nos vemos” - o se arreglaban de un solo chingadazo a la hora del recreo. 
 
¿Qué si me rompieron el hocico a mi alguna vez? No, me lo medio rompieron pero así lo que se dice roto, roto, no.
No me considero como un experto para el arte de la defensa y el ataque pero maje para meter las manos no soy.
¿Por qué eran los pleitos? Por culpa de la hermana de algún enemigo, por una entrada fuerte en alguna jugada de futbol, porque la novia del enemigo se le ocurrió ponerle el cuerno, en fin, eran muchas causas de partida de hocico.
Esta historia se comenzó a tejer cuando allá por 1978, llego a la colonia una nueva familia. Entre sillas viejas, refrigerador mugroso, salas rotas, colchones con manchas de miadas recientes y muchas chucherías más, traían al papá, a la mamá (güerita, chaparrita y de no muy mal ver), un niño como de 11 años, un niño de 5 y una niña como de 13 años.
Inmediatamente fue la novedad en la colonia y todos queríamos enseñarle a la familia como se vivía en Santa Julia. El señor buscaba amistad entre los adultos, la señora relacionarse con las vecinas, y los chamacos a buscar amigos para jugar.
Ya para esos años andaba yo como si en lugar de leche me dieran pulque y pues la güerita no estaba de malos bigotes y yo, no estaba dispuesto a dejar que algún otro barbaján que no fuera yo, ganara la atención de la güerita.

A unos meses de su llegada, ya varios nos esforzábamos por enseñarle a la güerita los lugares turísticos con que contaba la colonia, entre ellos estaban: las vías del tren, el jardín, el hueco que quedaba debajo de las escaleras o los espacios que había entre los tanques de la azotea, todos ellos famosos por la escases de luz y propios para la práctica del amor.
Después de mucho insistirle de visitar la azotea y que observara las estrellas mientras yo disfruta de su compañía (si como no), la güerita accedió. Lo que yo no sabía era de que ya me habían ganado el mandado y que antes de mi cita, había otro más en fila.
El neto no supo de donde le llego el primer y único chingadazo; fue bien colocado entre ceja, oreja y diente, no tuvo la fortuna de ver estrellitas, no, el madrazo lo dejo ciego temporalmente. Escuchaba una voz, no sabía si iba camino al infierno ya que la voz que escuchaba, mencionaba puras majaderías, si hubiera tenido la oportunidad de ver un poco, quizás se hubiera dado cuenta de que entraba al túnel y contemplar la luz pero no, el golpe fue certero y no hubo otra más que enconcharse y dejar que la vista regresara. Me imagino que me quedo el hocico como al pato Lucas cuando le queda mirando para atrás.
Pasados unos minutos comencé a recobrar la vista y acomode el hocico en su lugar, no sabía si la noche era más negra o el madrazo en el ojo hacia ver más oscuras las cosas.
Unos días después, ya con el ojo al 100%, me encontré con la güerita y ella amablemente explico la reacción de su novillo, yo si nada que reclamar le comente que no había problema, que no sabía que ya tenía novillo y menos que pegara chido. Ella apenada volvió a disculparse, momento que aproveche para recordarle en que nos habíamos quedado antes del feroz ataque de su novillo. Ella, ya con menos presión accedió a reanudar lo que había sido cortado de tajo, o mejor dicho, de un madrazo.
Ya después pasaba el novillo confiado en que no me atrevería a pretender a su novilla, pero la amistad entre Sandra y el Neto duro casi hasta los 16 años, cuando tuve que abandonar Santa Julia.
Ah, chamacos calenturientos 
¿Quién los manda?

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